martes, 18 de agosto de 2009

Palabra Chou



El Chou fue posible gracias a:
El ánimo de Alejandro Frías, la predisposición de Juan López, el desmesurado interés de Sacha Barrera Oro, las ganas de El Sosías, la voluntad de Ariel González, el espacio cedido por Facundo Mercadante.
Además de, claro, el aporte inigualable, inimitable y el gran manejo del cutter y las ansias de Leonardo Peralta y Joana Ortega.
La habilidad y falta de vértigo de Juanchi Gavras.
La constancia de las promotoras y vendedoras, lideradas por Romina Iacovetta.
El sabor de las empanadas.
El vino.
Los que fueron por el vino.
Los que fueron por las empanadas.
Los que fueron.
Los que son.



lunes, 17 de agosto de 2009

NÚMERO DOS


No nos crean nada. No confíen en nosotros. No nos inventen adjetivos que nos queden grandes. No le crean a esta revista. Mejor aún, ni siquiera nos lean. Sospechen siempre, desde la primera a la última letra. Sobretodo, desconfíen del título. Repelan nuestro nombre: “Palabra”.
Porque las palabras sirven para mentir. Ocultan las cosas, nos marcan distancia con respecto al mundo. Nombrando, le dan identificación y pasaporte a todo y después que uno se las arregle para exiliarse de cualquier tipo de compromiso. Las palabras enamoran primero, después engañan. Ponen a lo que desconocen en el banquillo de los reos y lo señalan con el dedo para que todos creamos sus falsas sospechas. Mandan al frente a lo que no pueden abarcar para que sea fusilado en la primer línea. Y lo poco que pueden llegar a saber, es producto de la más vil traición a ellas mismas. Ponen el dedo sobre los objetos y mandan. Indican todo el tiempo qué pensar y cómo hacerlo. Son fallados manuales de instrucciones para reducir el universo a un diccionario y a sus ecuaciones falaces. Legislando, crean un aceitado sistema de la nada.
Van con cajas pre-etiquetadas por el mundo, guardando todo lo que encuentran en ellas, clasificándolo todo. Lo que usted siente, tiene, vive, disfruta, llora, desea, dice; en fin, todo lo que usted es, está perfectamente catalogado y encerrado en alguna cajita ideada y diseñada para eludirse.
Las palabras sustantivizan, adjetivizan, verbalizan. Las palabras matan, porque se empeñan en dispararnos las balas de sus falsos significados o nos entierran las dagas de su sintaxis. Matan lo que nombren y a quien las nombre. Siembran aire y orgullosas cosechan un árbol de hojas secas y frutos huecos.
Estiramos la lengua y sólo saboreamos un fonema agrio. Frente a la cabeza, nos ponen una zanahoria que no podemos tocar, pero creemos que está cerca. Hacen de todo un mito inaccesible. Su sonido nos despierta taladrando la realidad de aquel sueño que tuvimos.
Las palabras prostituyen nuestra relación con lo que nos rodea. Son fantasmas que, asustándonos, pretenden protegernos de nuestros propios miedos. Sirven para evitar cualquier tipo de compromiso profundo con todo, hasta con nosotros mismos.
Las palabras hablan de otras palabras. Se embrutecen llenándose la boca con el gusto agusanado de otras palabras, practicando el más vicioso (y civilizado) canibalismo. Generan un círculo vicioso que les permite construir un gigantesco castillo de cristal sobre cimientos de barro.
Venimos, renovados, a destruir ese castillo de cristal; caeremos al barro podrido de sus cimientos. En él nos revolcaremos con nuestras mentiras. Enlodados, crearemos nuestras propias palabras. Palabras que no mientan. Palabras que no nos prostituyan. Pero si pretendemos eliminarlas, estaremos asumiendo el duro compromiso de aprender todo de nuevo, tratando de llegar a lo esencial. Por lo pronto, confiamos en que nuestra palabra, llegue hasta sus manos. Ya sería un gran paso.
No podemos evitar la culpa. Hace mucho le dimos nuestra palabra. No sabíamos en lo que nos metíamos. Tardamos más que suficiente en darnos cuenta de todo esto y ahora, lo mínimo que nos corresponde, es ofrecer nuestras disculpas. De la mejor forma que podamos hacerlo.
Quedaremos satisfechos si acepta la propuesta. Después, si todo sale bien, usted vendrá, nos ofrecerá su mano para sacarnos del pantano y, con suerte, hasta vuelve a creer en estas palabras. Al fin y al cabo, son tan nuestras como suyas.

Roberto Fontanarrosa

Por Javier Piccolo

Confieso que se hizo cuesta arriba. Que la cosa se fue empinando, que los derrapes parecían interminables y que a veces con el ripio caían mis mejores intenciones y ninguna idea. Pienso que se debe al lugar donde me paro para escribir, siempre en la nebulosa inestable de mi subjetividad, con las seguridades bamboleantes pero sabiendo aferrarme a alguna inútil utopía. “Nada os pertenece en propiedad más que vuestros sueños”, según Nietzche. Y sin tener ningún escribano que me lo certifique con todas-las-de-la-ley, aquí está mi escritura.
El asado que hubiera querido hacer está difícil. Cada vez que enciendo el fosforito siempre hay alguien que lo sopla. No importa: tengo una caja llena de fósforos y así, como va saliendo, quito cartones a oscuras y voy haciendo el fuego.

El fuego

El asado, se sabe, lo hace una persona. Lo fundamental para quien esté al lado del asador son dos cosas: mantener la charla y el vaso lleno. El Negro puede cumplir sobradamente. “Yo defiendo el ocio no creativo”, decía, “hablar al pedo”, como en la Mesa de los Galanes. Quizás con otros escritores la cosa sería distinta. No me gustaría, por ejemplo, tener a Arlt con un cuchillo cerca. A Cortázar preferiría invitarlo a la hora del café. Me imagino a Marechal destilando su prosa lírica al segundo tinto, pero un tanto denso al tercero. En cambio Fontanarrosa es perfecto para el asado. Para cagarse de risa hablando de fútbol o de minas. O de cualquier boludez. Desde ahí, a cualquier lugar se puede llegar. “Lo obvio nos matará”, dicen. Juguemos entonces con lo obvio, hasta llegar a la médula.
Quienes se desgarran las vestiduras y se llenan la boca con esa quimera que es la sencillez, dicen que es un punto de llegada, no un punto de partida. Ese tránsito, en el que perecemos muchos, parece inexistente en Fontanarrosa, un camino que no le hacía falta transitar porque ya estaba ahí. Desde rechazar un trabajo en una agencia publicitaria (“no creo que se pueda vender algo a alguien que no lo necesita”), hasta trabajar para todo el país desde Rosario, su Rosario, evitando la meca que representa Buenos Aires para cualquier artista. Todas estas cosas, pareciera, le resultaban naturales, no hacía manifiestos ni se disfrazaba de héroe. Le salía así, era su forma de vivir.
Rosario es un personaje principal en cualquier futura biografía (seguro vendrán). Decía: “Es una ciudad como tantas, pero para mi gusto es muy vivible. […] Yo no sé si Rosario produce culturalmente tanto como a veces se percibe desde afuera, pero las veces que me preguntan sobre el movimiento cultural yo, medio en joda medio en serio, digo que en Rosario no hay otra cosa para hacer. […] La oferta es a nivel humano. O bien las minas. ¡Las minas! Ese es un dato ostensible”.
Y de fútbol ni hablar. Si hubieran sido más habilidosos con una pelota Soriano, Sasturain y Fontanarrosa, la literatura argentina se hubiera perdido de grandes textos. Demostraron haciendo, que el fútbol o las minas podían ser tema de los mejores cuentos, temas que hasta que aparecieron ellos estaban marginados por esa “Gran Cultura” de anquilosados libracos y tertulias snobistas.
Pero cortemos, ya hay brasas.

La carne al asador

En cierta forma envidio a los tipos que escriben como parados en otro lugar, como desde lejos, abstraídos. Son los que casi siempre terminan ganando jugosos premios. Fontanarrosa no lo hacía: no andaba con vueltas, no tomaba distancia. Se paraba justo ahí, estaba en el medio de todo, contando una anécdota, alguna historia que merecía ser transmitida. Tal vez sabía que desde el caracú de la literatura es de donde salen las palabras exactas.
En el universo literario del Negro todo parece estar al alcance de la mano. Nos muestra un mundo ya conocido o nos lo hace conocer. “Voy a hablar del fútbol que viví”, dice en “No te vayas campeón”. Ahí empieza el escarbe, el giro para que la historia amerite el relato. Cuenta aquella histórica semifinal Central-Newells, su vieja pidiendo marcar a Bochini, el Estudiantes de Zubeldía que en la Libertadores parecía Bruce Lee y la pesadilla recurrente de su amigo que sueña que por una mala decisión del Negro González, Poy no la mete aquel 19 de diciembre de 1971. Y se despierta traspirado.
Habla de la chica más linda del barrio o de las cualidades de las narigonas. O sino nos cambia el panorama y nos pone en Medio Oriente acompañando a Best Seller o en la selva latinoamericana con el Discípulo. Charla. Siempre está charlando. “Cuando se lo cuente a los muchachos” sirve como claro ejemplo. La importancia de tener algo para contar, que valga la pena. “Los argentinos somos eyaculadores precoces, porque queremos terminar rápido para ir a contarle a los amigos que estuvimos con una mina”.
Todo está al servicio de la comunicación directa. Incluso el dibujo. Una sola línea es toda la Pampa y los muertos de Boogie ensucian con sangre paredes que no están. Y a pesar de esto, nada es lineal, hace brotar a la maravilla a partir de lo mínimo. Alguien elogió el simbolismo del horizonte vacío en Inodoro Pereyra. El Negro respondió que lo dibujaba así porque era menos trabajo. Y su genialidad es ancha como aquella pampa infinita. Resulta, para mí, que Inodoro Pereyra es una historieta reflexiva. Reflexiva porque vuelve sobre sí misma; es decir, Fontanarrosa hace a Inodoro y uno lo disfruta sentado en el título; además porque el inodoro es fundamental para reflexionar.
Pongan la mesa, que el asado está.

¿Jugoso o cocido?

Cada cuadrito un chiste fue una premisa que siempre respetó. De ahí quizás las inolvidables frases de sus historietas. “La Eulogia quiere probar la belleza por el absurdo”, “Vago no, quizá algo tímido para el esjuerzo”, “Tú no eres malo Boogie, la sociedad te ha hecho así”. Los globitos de diálogo están recibiendo aire fresco constantemente y no revientan.
Sin dudas, su forma de ser (y de hacer), dio sus frutos. El afecto del público, la admiración de los pares, el guiño de la crítica son cosas que no se consiguen fácilmente. Conjugó, con naturalidad, cada una de estas variables. Memorable cuando llegó del Hay Festival, donde fue premiado con la máxima distinción y en la calle estaba Rosario todo vitoreándolo (“me emocioné con la recepción, pero quebré cuando la vi a mi vieja entre la multitud”). Fantástico cuando Pérez Reverte lo propuso como candidato al casi aristocrático Premio Cervantes. Supremo cuando puso al alcance de todos ese claustro lejano que llaman Congreso de la Lengua Española.
Las consiguió a todas y no tuvo que vender(se) nada a cambio. En este infierno donde todos somos inquisidores alimentando hogueras, no he escuchado a nadie hablar mal del Negro. “Tenía más amigos que penas”, dice Karina Micheletto. Si algo vale, es eso.
Un aplauso para el asador, entonces.

Sobremesa

Hasta para hablar de la enfermedad que lo fue postrando fue sencillo. Lo dijo abiertamente por un programa de televisión, le quitó tabúes. El diagnóstico dictó esclerosis lateral amiotrófica, hizo lo posible por zafar; el pronóstico siempre negativo. Poco importaba, el 18 de julio de 2.007 estuvo compartiendo con los amigos, mientras la muerte preguntaba por él. Nunca provocó ese patetismo que llamamos lástima.
Es casi un lugar común citarlo, pero Fontanarrosa decía “No me interesa demasiado la definición que se haga de mí. No aspiro al Nobel de Literatura. Yo me doy por bien pagado cuando alguien se acerca y me dice: ‘me cagué de risa con tu libro’”.
¿Cómo carajo no quererlo? ¿Cómo guardarme esa lágrima que me saltó el 19 de julio, frente al televisor? ¿Qué me llena el estómago si ya comí el asado? ¿Dónde mierda pongo la carne que sobró, para que lo espere?
Dicen que la muerte siempre es caprichosa, siempre es egoísta. Y que siempre se siente sola. Vino a buscarlo y se lo llevó, quizás porque quería que el Negro la hiciera cagar de risa a ella también.
Negro, espero que te haya gustado el asado. Hasta la próxima.

Texto de Roberto Fontanarrosa




Fontanarrosa en el Congreso de la Lengua (fragmento)
Por Roberto Fontanarrosa

Primero quería hacer una pequeña reflexión, a algo que comentó Federico, asombrado ante la presencia femenina multitudinaria. ¡Lo que es no conocer esta ciudad! Yo siempre afirmo que esta ciudad tiene bellas mujeres y buen fútbol, ¿qué más puede ambicionar un intelectual?
A mí se me ocurrió hablar sobre las malas palabras. Y hay apoyo popular, por lo que escucho. Repito, no sé qué tiene que ver con esto de la internalización (sic), que aparte ahora que pienso ese título lo habrán puesto para decir “bueno, una persona que logra decir correctamente IN-TER-NA-CIO-NA-LI-ZA-CIÓN es capaz de ponerse en un escenario y hablar algo”. Algo tendrá que ver el tema este de las malas palabras con lo que decía el amigo escribano. Él decía de la ausencia, por ahora, del español en la tecnología, la computación. ¿Qué tiene que ver eso con las malas palabras? Al menos, lo que he insultado yo cada vez que se me va un texto en la computadora..., creo que es un aporte ostensible al lenguaje.
La pregunta que me hago es ¿por qué son malas, las malas palabras? O sea, ¿quién las define, qué actitud tienen las malas palabras? ¿Les pegan a las otras palabras? ¿Son malas porque son de mala calidad, o sea que cuando uno las pronuncia se deterioran, se dejan de usar? No parecería ser este el caso, porque, a muchas, cada vez se las escucha más saludables y más fuertes; al punto que en alguna época se las denominó (y creo que se las sigue denominando) “palabrotas”. ¿Tienen actitudes reñidas con la moral? Sí, obviamente, pero no sé quién las define como malas palabras. Tal vez sean como los viejos villanos de las películas que nosotros veíamos, que en principio eran buenos pero la sociedad los hizo malos. Tal vez, nosotros, al marginarlas, las hemos derivado en palabras malas.
(Atento a la organización, he escrito algo, tengo un ayuda memoria, que no me alcanzó para que la memoria me dictara que tenía que traer los lentes).
No es que haga una defensa incondicional de las malas palabras. Algunas me gustan, otras no me gustan, igual que las palabras de uso natural. Yo me acuerdo que en mi casa, mi vieja no decía muchas malas palabras. Era correcta, ES correcta. Mi viejo, en cambio, era lo que se llamaba un “malhablado”. Es una interesante definición, de alguien que es malhablado, cosa que no era mi viejo, que se expresaba muy bien. Había unos primos míos que jamás decían una mala palabra, que a veces iban a mi casa y decían “vamos a jugar al tío Berto”. Entonces iban, se escondían en una habitación y puteaban. No se impuso como disciplina olímpica lo de “jugar al tío Berto”...
A veces nos preocupa y culpamos a los jóvenes porque usan un vocabulario bastante estrecho. A mí no me preocupa que mi hijo o los amigos de él insulten permanentemente; lo que me preocuparía sería que no tuvieran una capacidad de transmisión, de expresión y de grafismo al hablar. ¿Les vamos a cortar esa posibilidad? Afortunadamente, como ha sucedido a través de los tiempos, ellos no nos dan bola, entonces hablan como les parece y van enriqueciendo de alguna manera su vocabulario.
Lo que pienso es que brindan otros matices. Yo soy fundamentalmente dibujante. Manejo muy mal el color, por ejemplo, pero a través de eso sé que mientras más matices tenga uno, más se puede defender para expresarse, para transmitir, para graficar algo. Entonces hay palabras, de las denominadas malas palabras, que son irremplazables por sonoridad, por fuerza, algunas incluso por contextura física de la palabra. No es lo mismo decir que una persona es tonta o sonsa, que decir que es un pelotudo. Tonto puede incluir un problema de disminución neurológica, es realmente agresivo. Y aparte hay una cosa, que a eso voy con lo de la contextura física. El secreto de la palabra pelotudo, la fuerza, está en la letra T. Analicémoslo, anoten las maestras. No es lo mismo decir sonso que decir peloTudo. Otra cosita, hay una palabra maravillosa, que en otros países está exenta de culpa. Esa es otra particularidad, porque todos los países tienen malas palabras, pero se ve que las leyes de algunos países protegen a algunas palabras y en otros no. Hay una palabra maravillosa que es carajo. Tengo entendido que el carajo era el lugar donde se colocaba el vigía, en lo alto de los mástiles de los barcos para divisar tierra o lo que fuere. Entonces mandar a una persona al carajo era estrictamente eso. Y acá apareció como mala palabra, al punto que se llega al eufemismo de decir caracho, que es de una debilidad y una hipocresía absolutas. (Amigos mexicanos, con los cuales estuve cenando anoche, que me enseñaron una enorme cantidad de malas palabras mexicanas... Ahora que lo pienso me parece que me estaban insultando, porque se suscitó un problema con la cuenta).
Hay periódicos que ponen “el senador Fulano de Tal envió a la m... a su par”. ¡La triste función de esos puntos suspensivos, el papel absurdo que están haciendo ahí, merecería también otra discusión acá en el congreso!
Hay otra palabra que quiero apuntar, que creo es fundamental en el idioma castellano, que es la palabra mierda. También es irremplazable. Y el secreto, la contextura física está en la R. Anoten las docentes. Porque es mucho más débil como la dicen los cubanos: mielda. Que suena a chino y no sólo eso, yo creo que ahí está la base de los problemas que ha tenido la revolución cubana: la falta de posibilidad expresiva.
Voy cerrando después de este aporte medular que he hecho al lenguaje y al congreso. Atendamos a esta condición terapéutica de las malas palabras. Lo único que yo pediría, no quiero hacer una teoría ni nada, es reconsiderar la situación de estas malas palabras, pido una amnistía para la mayoría de ellas, vivamos una navidad sin malas palabras e integrémoslas al lenguaje, que las vamos a necesitar.
Muchas gracias y buenas tardes.

La mesita



Por Diego Rocha Ilustración: Leonardo Peralta.

Tengo que conseguirme una mesita para escribir, porque siempre que escribo me canso muy rápido y no sé de que lado ponerme porque de todos lados estoy incómodo. Que me duele el cuello, la espalda, los brazos y con todo eso se me incomodan hasta las mismas ganas de escribir. Sí, un masaje, un estiramiento de los dedos para vaciar el alma, pero que no suene hueco, claro que no, sino que suene tranquilo. Tengo que conseguir esa mesita porque sino lo hago me van a confundir y hasta yo me voy a confundir. Tantas palabras juntas, tantos dichos apretados, encimados, cruzados, algunos están destinados a sangrar y lo hacen aún más, pero que salgan. Lo hacen adentro manchando las otras, uniéndose de cualquier manera, y así quedan mal cicatrizadas con otras palabras. Sino consigo la mesita seré una bolsa de basura, donde nada es nada, una alegría mezclada con yerba tirada en sueños envueltos con nylon, un camino perdido en una zapatilla que nunca fue encontrada y tal vez, sí, seguro, tal vez sea una que otra lágrima escondida en un bolsillo del pantalón sucio, roto y que nadie más usa.
Hace un tiempo fabriqué una, pero no una mesita cualquiera, sino que era con caída, así como las mesas de las bibliotecas, pero apenas la estaba haciendo supe que no serviría para escribir y que sólo serviría para leer y entonces la dejé porque iba a molestar, ya que necesitaba una para escribir y a su vez leer, y si tenía las dos ocuparían mucho espacio, o tal vez un poco y mi pieza no es tan grande e incluso a veces no logro entrar yo.
También recuerdo una vez que tuve un sueño, uno de esos sueños que te duran como media hora, hasta que te das cuenta que estás despierto, esos sueños que reaparecen no con imágenes sino como una fuerza que te impulsa a respirar con más fuerza, que te dicen que todo el tiempo que hay algo o varias cosas que remedian la vigilia. Sí, ahora lo recuerdo, era yo que iba con mi bicicleta al lado... No, ese no era el sueño, empezaba de otra manera. Claro ahí está; estábamos todos en la casa de mi hermana, formábamos como una reunión. Mi hermano y mi hermana, como siempre, eran los que hacían reír y alegraban a todos, mientras que los demás... No, no, tampoco era ese el sueño y no creo que pueda recordarlo. Si tan sólo hubiera tenido la mesita lo hubiera sabido, porque me propuse una vez escribir todos mis sueños, bueno, no todos, sino los que más me llegaron tanto en tristeza como en alegría, pero no lo cumplí, porque el sueño es corto pero su significado muy grande y así no alcanza media hora para escribirlo y en media hora mi rodilla se cansa y la nuca parece que se va a quebrar y entonces no escribo. Por eso por mí, por los balazos que le gritan a mi ventana, porque a la noche en el puente de mi barrio los autos no pueden cruzar, no por el peligro sino porque a esa hora los cartoneros vienen para sus casas, por los niños que aprenden a escribir con malas palabras su futuro, por las mesas que sobran y el pan que está grabado en él sin que se pueda comer, por la enseñanza en las escuelas donde enseñan los maestros fuera de la historia que pasa en el barrio, y con otras historias que les dicen que los pobres en su propio presente ya son historia. Sí, porque hay mucho que decir y no olvidar, que quede lo mío, que quede lo tuyo, que quede lo de todos ellos, los que no saben escribir ni leer la vida. Por todo y por todos, tengo que conseguirme una mesita.

Silencio


Por Joana Ortega

Para pasar por debajo de la luna
Por Mauco Sosa

Se había sacado el sombrero
para relucir el brillo de su pena
se había cortado las piernas
que no dejaban de crecer
se había borrado de la memoria
de aquellos que lo guardaban
se había bloqueado el pecho
con el candado de la ilusión
se había tragado el pasado
y había mentido al futuro

pero falló,
por más esfuerzo que hizo
no pudo sacarse
los soles de la mirada

Literatura Abierta

¿Todavía no se anima? Vamos, que si Juan, Gonzalo y Eugenia lo hicieron, seguro que usted también puede. Lo que quiera a palabrarevista@gmail.com. Lo que no quiera también. Lo que permitan los caprichos van acá. Lo que prohiban las mañas, vaya uno a saber.

Juan López


asesino mental

tengo todas las armas
pero no las voy a utilizar
hay tanta gente para matar que parece mentira
tantas personas que siguen vivas y deberían estar muertas
tantas mujeres que merecen que las maten
tantos personajes que no tendrían que estar
pobres ancianos que preferirían morir
y nadie los ayuda
y tantos pero tantos
infinitos
niños
molestos


***

intermedio

tira el vaso de ginebra de la mesa de noche
el vaso vacío de whisky pero con ginebra
lo tira dormido
el vaso vacío de ginebra
de anoche
cae boca abajo y estalla
y pierde su forma y cambia de forma
despierta el que tira el vaso de la mesa de noche
no puede pisar no puede saltar de la cama
busca un papel y barre un camino
donde escapar descalzo del sitio sitiado
por granza de vidrio
trae una escoba y barre el vaso de vidrio molido
contra un rincón junto a una
cortina
apoya la escoba
se vuelve a tirar en la cama
y vuelve a dormirse
pero esta vez
no sueña

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Gonzalo Aciar

Oficio

todas las aves podrán abrir sus piquitos al sol
y el ángel de lo barato posar un ala en mi ventana
que yo voy a seguir con mi trabajito
no hay oficio si no el que se ejercita
hoy que pienso que todas esas luminarias han sido puestas ahí
para que yo vaya y las baje de un piedrazo


Vocación

más tarde iré a la plaza a buscar a los amigos
o a entretenerme mirando tareas que sé puedo hacer
cualquier cosa que no sea escucharte decir
la plaza es un barco luminoso
y los artesanos son las velas que iluminan el mar
y vos y yo somos el agua que pasa y no vuelve

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Eugenia Blanc

Aullar

Tenemos grabada la imagen de un lobo que aúlla en la noche. Generalmente está sobre un acantilado, sobre una punta. La luz de una luna gigante llena le hace de fondo y contraluz, así que sólo vemos la silueta del lobo en negro, o un lobo al cual los rasgos y el pelaje apenas se le notan. Está solo, a pesar de ser una especie que para su alimentación le es necesario convivir otros lobos, vivir en manada. Pero el lobo a contraluz está solo. Aúlla y busca. Este aullido no suena a búsqueda, sino que si cierro los ojos o lo escucho dentro de un bosque a oscuras, los ojos están cerrados y los árboles tapan el resplandor de la luna. Escucho, es un sonido ahuecado, es la representación de la soledad en sí. Recuerdo antes el bosque o la habitación y ante tal sonido, siento que todo lo demás estuvo en perfecto silencio. Al aullido lo envuelve una atmósfera de silencio absoluto, eso parece. Viaja por todos los troncos, por la tierra, por las hojas, por el piso de madera, por las patas de la cama, los resortes del colchón y las sábanas. Se rompe toda la apariencia del recuerdo del silencio. Todas las vías han sido atravesadas hasta llegar al cerebro. Parece que viniera desde sus entrañas, desde las fibras de los músculos de sus patas traseras, se dirige al bosque, se precipita con el fondo del acantilado para producir efecto de eco, en caída libre. A su vez, va hacia adentro del lobo mismo, le retumba en sus oídos, sus tripas se modifican, la posición es firme, como si quisiera evitar caerse. Termina en agudo y vuelve a intentarlo. Calla. Ya nadie puede saber qué pasa con él, ni yo, ni mis ojos cerrados que encuentran un margen. El bosque está, aquí abajo, frondoso, muy oscuro. El lobo sobre el acantilado. Solo, la garganta libera el aullido, despierta el margen.

Parto


En la Feria del Libro 2007.
Asomando la cabeza.

domingo, 16 de agosto de 2009

NÚMERO UNO


Comienzo



…hasta que de repente, en aquella neblina confusa del comienzo, acechada por la necesidad o quizás por la soledad, la humanidad pronunció la primera palabra. Así, sin saberlo, echó su grito a la historia que se construye en la oscuridad, que busca en los huecos del tiempo su propio eco.

Y así seguimos, tratando de darle sentido a esos alaridos informes, refugiados en la manía de ponerle nombre a todo, de suplir nuestra ignorancia con las convenciones ajenas de los diccionarios, con significados pulcros e ideas catalogadas. Pero la palabra es mentira, y somos concientes de ello. Sólo el sonido torpe de un conjunto de letras caprichosas. Un camino hacia lo profundo de un significado que se nos escapa, una metáfora, una forma de (no) apresar lo inapresable.

La palabra es dogma. Pero nosotros no venimos a señalar con el dedo, ni a aburrirlos perfeccionando la ultima conjugación de la séptima persona de aquel gerundio pretérito. La ciencia de la palabra nos ha quedado demasiado lejos, y no nos quedan ni fuerzas ni ganas de ir tras ella. Libraremos una lucha de oraciones maltrechas, de conceptos confusos, de errores de ortografía ante cualquier señal que nos indique que estamos perdiendo la única cosa que tenemos: nuestra pequeña y convulsiva visión de las cosas. No queremos los disfrazes de la ortopedia lingüística, es que somos inquietos, y los claustros nos generan claustrofobia.

La palabra es nuestra. Y la vamos a usar de una forma total y absolutamente tiránica: sólo para que exprese lo que pensamos y sentimos. No hemos venido a darle a la palabra un lugar de libertad. La palabra suelta es dañina. La palabra libre predica, engaña, confunde, la palabra libre arma miles de sonoros discursos, construye retóricas de la tiranía, corrompe el poder, seduce a los ingenuos. No habrá libertad, entonces. Será ella la que se someta a la terca voluntad de la tripa revuelta, de la garganta seca, de los labios oxidados. Tal vez así nuestra palabra salga al aire, camine por lo ancho de este basural, vaya escurriendo su sonido maltrecho por los rincones, seduzca al ruido con su impávido silencio y sople contra ese viento que todo lo lleva. Tal vez asi, quien sabe, nuestra palabra recorra exitosamente la noche de los pechos vacíos y los infle, aunque sea sólo un instante, antes de que mueran nuevamente.

La palabra es poder. Y es muy posible (y más probable) que nuestra palabra sea acallada por la palabra vacía. Porque hay demasiado ruido de teclas. Porque ya la conocemos, y la conocemos bien, y nos ha dolido que se la manipule de esta forma, que se la transforme en aquel virus tan común, que ordena y dispone, que castiga y prohíbe por propia naturaleza. Y este posible fracaso es justamente, lo que más alimenta nuestra sangre. Al fin de cuentas las palabras vacías son las que más rápido corren (y las que primero se olvidan).

La palabra es mujer. Invitamos a quien quiera a desnudar la palabra de confusiones, quitarle el disfraz de sus sílabas, desgarrarle la ropa de sus letras para por fin recostarla en la cama, frágil y desnuda, como lo fue en un primer momento. Y otra vez en la oscuridad, aprender a amarla. Es así y no de otra forma como nosotros la queremos, ligada al sentimiento que le dio origen, como aquel grito ancestral, aquel eco del comienzo.

La palabra somos nosotros, en definitiva. Es la forma más pura y concreta que tiene el mundo para interpretarse dentro nuestro.

Choripán


Por Fernando Álvarez
Ilustración: Germán Álvarez

Hace años ya que aquello sucedió. En un carrito bar encontré trabajo de mozo.
Allí me harte de choripan, y de soledad. Allí, también, conocí a la gente que vive en la noche, borrachos, asesinos, locos.
Casi como un juego a vender cosas por la calle, y cuando quise ver, era un vendedor consumado, que giraba las calles en su bicicleta. Así fue como desemboque en ese rincón escondido del mundo. El carrito bar, se resumía, a una casucha muy chica a la orilla del zanjón de los ciruelos, casi rodeada por un basural.
La mujer del dueño, me tomó cariño desde el primer momento, me dieron una changa para alisar los escombros de la orilla del carrito y al otro día me ofrecieron trabajo como mozo. La mujer enfermó o ya estaba enferma y empeoró, lo cierto es que no la vi más, y a partir de allí el marido mostró su perfil, más definido de viejo avaro y ruin. Allí conocí a alguna gente. Por ejemplo, un panadero porteño al que yo todas las noches iba a comprarle el pan. Como por las tres o cuatro de la mañana venía y se instalaba en una silla y se ponía a leer algún libro, un día se me ocurrió preguntarle que leía, me dijo que era sobre la Anarquía. Le pregunté qué era eso, y me dio una larga charla sobre la libertad. Cada vez que venía, charlaba con él, me contó sobre el gremio de los panaderos, los inicios del anarquismo en la argentina, Severino di Giovanni, era un tipo tranquilo, que siempre estaba solo. Nunca le pregunte nada sobre su vida, ni el tampoco me contó, sólo me quedó grabada su tristeza y su seriedad.
Otro cliente asiduo era un ex policía que tenía una empresa de seguridad, donde trabajaba nadie más que él, era un viejo borracho, que cuidaba la mansión de la esquina, tenía un auto viejo donde dormía la resaca y a medida que hablaba y tomaba comenzaba a sacar el revólver y ponerlo a la vista. Siempre terminaba, gritando y diciendo incoherencias, hasta que finalmente nadie lo escuchaba.
Otro, era el vecino, un tipo muy delgado de unos 60 años, el tipo había estado en alcohólicos anónimos y había tenido cirrosis, todos los días venía y contaba la historia de su larga recuperación, era un tipo desequilibrado. Tenía un loro que era su única compañía, esto le había generado un pavor crónico a que algún gato se lo matará, todos los días preparaba albóndigas con vidrio molido y las regaba por su patio, incluso un día salió a la vereda, con un gato en la mano, lo sostuvo por el cuello sobre la acequia y le descerrajó tres tiros sobre la cabeza, uno de los tiros le dio en un dedo. Luego de unos meses volvió a aparecer por el boliche, como si nada hubiera pasado.
Cuando llegaban las cinco de la mañana terminábamos unidos por nuestra soledad y melancolía. El dueño, mirando las mesas vacías, yo adivinando las sombras debajo del puente, el anarquista mirando el zanjón, el ex policía mirando la mansión, el vecino las copas de los árboles. Siempre era así, noche tras noche. La tristeza ahogaba todo a las cinco de la mañana, cada uno con la mirada vacía. Una vez una niña tiró un bebé, debajo del puente, al lado nuestro. Nadie vio nada. Vino la policía, los vecinos. ¿Cómo puede ser que no hayan visto nada?. A partir de allí el vecino decía escuchar llantos debajo del puente. Fue el principio del fin. Al poco tiempo, el ex policía se dispara en la cabeza adentro de su auto. Fue al amanecer cuando ya habíamos cerrado. Volvieron los policías, los mismos que comían choripanes gratis. El anarquista dejó de venir, nadie preguntó por él. El viejo ni siquiera ese día me mandó a averiguar que pasaba en la panadería, simplemente compró el pan en otro lado, el vecino venía temprano y se iba temprano, aunque no decía nada miraba nerviosamente debajo del puente. Un buen día me descompuse, un ataque de hígado por tanto choripan. Cuando volví a la semana, las topadoras, volteaban lo último que quedaba de la casucha, finalmente iban a abrir la calle. Nadie me supo decir que fue del viejo, el vecino desvariaba.
En pocos días no quedó casi nada del boliche más triste que existió. Solo perduraron, por un tiempo, debajo del puente, cáscaras de pan, algodones con sangre y los demás vestigios de aquel amor, que era lo único que nos ataba a la vida, en aquel pozo de muerte y soledad.

Roberto Arlt

Por Javier Piccolo

Phillip Marlowe le preguntó a Soriano, en la última página de Triste, Solitario y Final por qué quería escribir sobre el Gordo y el Flaco. Soriano le respondió simplemente: “Porque los quiero mucho”. Nunca he escuchado mejor razón para escribir sobre alguien, y es posiblemente la única que tenga para escribir este garabato sobre Arlt. Así, simplemente motivado por la querencia y por la admiración. No pretendo con esto componer una hermética lección de literatura para ser leída desde algún empolvado atril y mucho menos imprimirle el rigor técnico de una biografía hecha y derecha.

Formas de encontrar a Arlt

No me acuerdo de dónde saqué el nombre de Arlt. Me acuerdo más o menos cuándo: fue alrededor de mis 15 años. Compré una edición barata de “El Juguete Rabioso” que rápidamente fue a parar a un toquito de libros destinados a un enero aburrido. Volteé la última página a los 5 minutos de haber abierto el libro. Después de hojearlo empecé a leerlo para terminarlo en unos dos o tres días. Al tiempo, ya cursando el secundario, la profesora de literatura nos dio a leer “La isla desierta”. Y caí en la cuenta de dos cosas: a) la escuela destruye la literatura y b) lo bien que le hizo a Arlt (y a sus lectores) no terminar siquiera la primaria. Me tomé un relajo de Arlt hasta que agarré, más cerca en el tiempo y casi al unísono, “Los siete locos” y una de tantas antologías de las famosas Aguafuertes Porteñas. Ya para esta altura la genialidad de este tipo me resultaba suficientemente abusiva como para leer más, sobretodo “Los lanzallamas”, libro que me torturó el pensamiento a partir de haber leído la una nota al pie de la página final de “Los siete locos” que decía que el resto de la trama se desarrollaría ahí. Y en cuanto apareció la posibilidad de escribir sobre alguien para la revista no se me ocurrió otro más que él.

Formas de buscar a Arlt

Así que empecé a buscar datos sobre Arlt. El camino inicial fue la Biblioteca General San Martín, no tanto porque la tuviera muy a mano sino más bien porque es una biblioteca de esas clásicas, donde uno supone puede encontrar el libro que se le antoje. Pregunté por una biografía de Roberto Arlt y me decepcioné cuando me dieron dos libros con el mismo nombre: Enciclopedia de Literatura Argentina. En ambos los datos que figuraban de Arlt eran escuetos como de enciclopedia. Resignado en mi intento de tomar libros en mis manos fui a buscar a las otras bibliotecas que sí tenía más a mano. Digamos que el resultado fue más o menos el mismo. Prendí la computadora, metí en el famoso buscador Google las palabras adecuadas y sólo aparecieron algunos informes, más o menos como los referidos en anteriormente. Siguiendo a mi obsesión de conseguir un libro biográfico enterito, busqué por librerías, reales y electrónicas, y me encontré con la decepción por tercera o cuarta vez (por favor lleven ustedes la cuenta); no había más de cuatro. Desesperado me fui a tomar algo, como para bajar la angustia. Curiosamente el bar donde terminé se llama “Juguete Rabioso”. Las paredes están decoradas con fotocopias de las tapas de la primera edición de dicho libro y hojas de libro. Leí, pero entre ellas no apareció ninguna que siquiera por asomo se pareciera a aquellas donde sucede la vida de Silvio Astier. Pero por lo menos en el bar pude hacer algo mucho mejor que en la biblioteca: emborracharme.
Tanta frustración no dejó de parecerme, al menos, curiosa. Es decir, estamos hablando de Roberto Arlt, uno de los mejores escritores argentinos, no sólo para un grupo pequeño de especialistas, sino que es un grande más allá de diferencias y gustos literarios. Además de esto su vida misma es, prácticamente, la novela que a él le faltó publicar. Así de atrapante es su biografía. Por eso no deja de sorprender que exista tan poco material a alcance de la mano sobre él. ¿Cuántos escritores desearían escribir como Arlt? ¿Cuántos dinero y tiempo se malgasta en las universidades para saber de literatura y ningún universitario puede siquiera arrimarse en calidad de un tipo que sacaron a patadas de la primaria? ¿Cuántos periodistas se aburren en sus cubículos de redactor haciendo artículos con este estilo tan pulidito y cortés que abunda y no aspiran a acercarse a la genialidad de cualquiera de las aguafuertes? ¿Cuántos literatos de excelente ortografía no pueden escribir nada salido desde la tripa, que siempre sale con errores ortográficos?
Cuando uno se entera que Onetti dijo hace sesenta años que Arlt fue el último tipo que escribió novela contemporánea en el Río de la Plata se sorprende. Cuando uno lo analiza dos veces le da la razón. Tal vez por esa contemporaneidad es que hay tanta ausencia; porque Arlt escribió en aquel mundo que se caía a pedazos y este mundo es el mismo que se sigue deshaciendo tanto o más brutalmente; porque Silvio Astier estaría fumando paco; porque todavía te ven la cara y te dicen “Rajá, turrito, rajá”. Así de contemporáneo es un tipo que nació con el siglo XX (el 26 de abril de 1900 según su madre, el 2 de abril según el registro civil, pero creámosle a quien lo parió) y que murió sin entrar en la mitad del siglo pasado (el mismo 26, pero de julio del 42). Lo que lo hace a Arlt ser Arlt es posiblemente su forma de analizar aquella realidad, no a través de paradigmas estructurados sino más bien metiéndose por las groseras ranuras que dejan dichas estructuras. Es el escritor cuyo estilo no es más que el que tienen las cosas como le salen, es el tipo que se escapa a los suburbios porteños para cubrir una nota policial, el que camina las calles de noche para leerle casi de prepo sus obras a los vagabundos y borrachos de paso, el que se sentaba a la misma mesa de las putas y los fishos. Es quien nos dice: "Creo que a nosotros nos ha tocado la horrible misión de asistir al crepúsculo de la piedad y que no nos queda otro remedio que escribir desechos de pena, para no salir a la calle a poner bombas o a instalar prostíbulos". Sobre todo, aquella capacidad de escribir de su alrededor y no caer el panfletarismo o la denuncia. Estas formas de meterse por donde pocos “grandes escritores” se habían metido supo trasmitirlas siempre, ya sea en Córdoba mientras escribía el Juguete o bien ya como periodista en los prestigiosas diarios Crítica y El Mundo. Siempre tuvo esa tendencia a moverse por los límites, como si fuera un equilibrista en un piolín sin saber lo frágil que era, porque esa ha sido su manera de manejarse desde que tuvo memoria. Algo similar sucede con su relación en una de las tantas polémicas argentinas, la de los grupos literarios de Florida y Boedo, en la cual algunas veces es incluido en el primero, por su cercanía a, por ejemplo Ricardo Güiraldes (quién además le editó el primer capítulo del Juguete) y otras es acercado al segundo (por cercanías más ideológicas que físicas). Con el teatro pasa algo parecido, donde si bien su relación con el Teatro del Pueblo es marcada, al punto de ser uno de sus más notorios referentes, no dejó de probar suerte con los escenarios más comerciales de la época. Hoy por hoy, sigue siendo uno de los pocos escritores que cuentan con la aprobación de los claustros y el guiño del público lector.

Formas de ser Arlt

Esto es lo que lo hace admirable a Arlt. Sin embargo lo que lo hace querible, al menos para mí, no son sus méritos literarios, sino más bien que Arlt es un perdedor. Un perdedor nato. Despreciado por su padre casi hasta el odio, expulsado del colegio militar, acogido por las bibliotecas de barrio y de calle. “Rajá, turrito, rajá” es un paradigma. Criado entre exclusiones asume que la vida no tiene otro sentido más que ser trágica.
Y un perdedor es un soñador en esencia, un soñador que fracasa. Hay bastante de fracaso en Arlt; en su vida, claro, no en las vanaglorias que póstumamente lo envolvieron. Más allá de las eternas broncas con su padre, que lo termina echando de la casa a los dieciséis años, ya había encontrado en la calle su lugar. Acosado por la urgencia económica, la necesidad lo haría pintor de brocha gorda, ayudante en una librería, aprendiz de hojalatero, peón en una fábrica de ladrillos; hasta llegar al periodismo de la mano de Natalio Botana, a la sección policial del diario Crítica. Poco importaban sus groseros errores de ortografía; estamos hablando de un tipo que llegaba a llorar redactando la nota policial (imagínense a este gringo grandote, gesto duro, llorando). Luego, el casamiento con Carmen Antonucci, enferma de tuberculosis, hecho ocultado en un principio a Arlt que le fue develado al poco tiempo, lo que lo lleva a Córdoba alejándolo brevemente del periodismo pero logrando un gran acercamiento a la literatura: es allí donde escribe El Juguete Rabioso. Cuando vuelve a Buenos Aires no lo recibe precisamente el éxito, pero logra un trabajo en el diario El Mundo y vive en pensiones. En una de ellas, al leer los poemas de un pensionista, exclama “Usted es el próximo Lugones”. No lo fue. Pero existen las ansias de triunfar, el triunfo como forma de zafar un poco y al mismo tiempo no alejarse de su realidad. Una forma que tuvo de buscar el triunfo fue inventando, junto a Naccaratti, las medias reforzadas con caucho, confiado como Erdosain en el éxito comercial de su invento. Cuando se acerca al triunfo ganando el tercer premio municipal de novela agradece el premio sencillamente porque la guita le viene de primera. Esto fue gracias a “Los siete locos”, ya escribiendo a dos manos: con una las Aguasfuertes en El Mundo y con la otra su novela. Fue el método de trabajo que usó hasta su muerte. Nunca pudo vivir sólo de la escritura y tal vez nunca quiso, como verán en el prólogo a “Los Lanzallamas”.

Formas de escribir a Arlt

Así se fue construyendo Arlt, desde el parto de una patada en el culo hasta su muerte, formándose sobre los cimientos de los derrumbes, sus propios derrumbes y los de la ciudad que lo rodeaba. Con fantasías inconclusas y hasta inconducentes, a tal punto que Silvia Saítta (quizás su principal biógrafa) expresa lo complicado que le resultó construir la biografía de Arlt “porque, efectivamente, el testimonio más engañoso de abordar en la investigación de su vida es el del propio Arlt”. Quizá les duela a los estudiosos el mito. Pero es lo literario, señores, el hecho literario en Arlt es también su propia vida, y ahí no tiene sentido separar realidad de ficción, verdad de mentira. Por ejemplo, Piglia dice que en su velorio no pudieron sacar el cajón por la puerta del departamento, teniendo que sacarlo con poleas por la ventana de un piso alto, quedando suspendido el féretro por unos minutos sobre Buenos Aires. Eso es mitológico. Y por allí es por donde viene la idolatría, lo que me lleva a admirar y a querer a Arlt, como se construyen los amores, sin mucho análisis. Desde ese lugar le escribí.
Disfruten lo que viene, lo escribió Arlt como prólogo a “Los lanzallamas” y seguro que es mejor que cualquier cosa que podamos decir al respecto.

Texto aparecido a modo de prólogo a la novela “Los lanzallamas”
Roberto Arlt

Con “Los lanzallamas” finaliza la novela “Los siete locos”.
Estoy contento de haber tenido la voluntad de trabajar, en condiciones bastante desfavorables, para dar fin a una obra que exigía soledad y recogimiento. Escribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana.
Digo esto para estimular a los principiantes en la vocación, a quienes siempre les interesa el procedimiento técnico del novelista. Cuando se tiene algo que decir se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras.
Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuando se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce surmenage.
Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias.
Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero por lo general la gente que disfruta tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad.
Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela que, como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos...! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas me ocurriría lo que les sucede a algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas.
Variando, otras personas se escandalizan de la brutalidad con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello provenía del deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje “Ulises”, un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes.
Pero James Joyce es inglés, James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino media docena de iniciados.
En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son idiotas en serio o si se toman a pecho la burda comedia que representan en todas las horas de sus días y sus noches.
De cualquier manera, como primera providencia he resuelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables: “El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo de pésimo gusto, etc., etc.”
No, no y no.
Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura no conversando continuamente de literatura sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierren la violencia de un “cross” a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y “que los eunucos bufen”.
El porvenir es triunfalmente nuestro.
Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la “Underwood”, que golpeamos con manos fatigados, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero... mientras escribo estas líneas pienso en mi próxima novela. Se titulará “El amor brujo” y aparecerá en agosto del año 1932.
Y que el futuro diga.

La víbora creadora de montañas

Por Leonardo Albarracín

Llego con tres heridas

la del amor
la de la muerte
la de la vida...
Miguel Hernández.

Las tazas con café con leche caen al piso acompañadas por los chicos. La víbora creadora de montañas ha zigzagueado siete kilómetros bajo tierra.
-Salgan afuera- les grita la madre a su hija mayor y al chiquito del medio, mientras los ayuda a incorporarse, ella sólo piensa en la menor que grita desde la pieza. Corre en su auxilio pero horrorizada ve que la pequeña se encuentra debajo de la cucheta que ha sido desplazada por el por el peso del placard, y una de sus extremidades ha quedado aprisionada entre una masa de hierros y maderas.
-La pierna no la puedo sacar.
Segundos que parecen años, siglos, el tiempo se detiene, todo ocurre en cámara lenta, hasta parece no ocurrir.
-Mamá, mamita no me dejés.
La mujer mira hacia fuera e instintivamente grita.
-No entren quédense afuera- y con todas sus fuerzas intenta sacar la piernita que sigue atorada, mira la cara de la criatura deformada por el llanto y el dolor.
-Dios mío, DIOS, dame fuerzas por favor dios.
Un ruido quiebra los ruegos y el segundo remesón aún más fuerte que el primero acude a su encuentro.
-Mamá, no me dejes sola- implora la niña.
La mujer la abraza y la resguarda contra su pecho, al tiempo que siente que una fuerza descomunal la derriba.



-Mami- escucha la madre en la oscuridad, siente el cuerpo de la niña junto al suyo pero no puede moverse.
-Mami, tengo miedo.
-Yo también mi amor, yo también.
En la oscuridad las lagrimas no se ven.

Ejercicios de Estación

Por Javier Piccolo

Otoño

salir y mirar
el otoño
con su paisaje
de ocres, amarillos y etcéteras
los árboles y la hermosura
de las hojas en el suelo
no mirar a los niños muertos
bajo el manto de hojas
y alegrarse de tener televisión
para ver el otoño
sin etcéteras.

Invierno

árboles desnudos
entre neblinas eternas
no sentir el frío
en cada hueso
mejor quedarse
a un lado de la chimenea
alimentando la hoguera
con troncos humanos
sentir el calor
y regocijarse.

Primavera

florecer
y resurgir de las cenizas
de un fuego de hojas secas
y troncos humanos
florecer
y sentirse vivo
saltar, bailar, reír,
ya no hay niños
para no ver bajo las hojas
ya no hacen falta
troncos humanos para calentarse
florecer
y empezar a marchitarse.

Verano

el calor y la desnudez
aprovechar el receso
para relajarse
sudar mucho
sudar hasta secarse
y cuando finalice el receso
y el verano
y el calor
quedarse desnudo
y marchitado
al estar deshidratado
ser un niño debajo de las hojas
ser un tronco en la hoguera.

Palmolive


Por Garbiel Diez
Ilustración: Mauco Sosa


Rogelio volvió del mercado de vender una naranja, entró en su casa, puso las tres llaves y los dos pasadores a la puerta. Le gustaba sentirse protegido, no quería que ninguna contingencia lo sorprendiese. Muchas situaciones e incluso enfermedades se podían prevenir. Cada día se tornaba más precavido, y eso le sentaba bien, experimentaba una sensación de seguridad y de que todo estaba bajo control.
Como venía de la calle, se preparó para ducharse. Tenía ropa impecable y planchada con pulcritud. Años de colegio militar no habían sido en vano para su formación, pensó orgulloso. Jabón, ¿tenía jabón de tocador? Fue urgente a revisar el gabinete del baño. Abrió ambas puertitas con gran suspenso. Sonrió soberbio. Estaba todo en orden, a él no se le escapaba ningún detalle, jamás lo pescarían desprovisto: 36 jabones de repuesto, 36, su número, 3 veces 12, perfecto.
Abrió la ducha, se desvistió, colocó su ropa aún no sucia en un canasto que había desinfectado esa misma mañana. Entró, corrió la cortina, probó la temperatura del agua: 43º C, ¡bien!, igual que siempre, comprobó el jabón, estaba nuevo. ¡Qué felicidad!, cada cosa en su lugar y en perfecto estado. Se dedicó a borrar la marca del jabón grabada en bajorrelieve, frotándola contra su cuerpo. Al terminar de bañarse, el bajorrelieve ya no estaba, la marca había desaparecido, se había gastado en espuma. Se sobresaltó. Tengo que traer otro jabón, se dijo. No voy a esperar a que se gaste más, porque si se pone muy delgado no lo voy a poder agarrar para enjabonarme y esos restos de jabón no me gusta tirarlos, es un desperdicio.
Rogelio venía desarrollando una técnica propia de aprovechamiento óptimo de los restos de jabón. Cuando ya se ponía chatito, pronto a quebrarse, él lo adhería a uno nuevo, quedaban las dos partes unidas y de ese modo usaba hasta el último gramo de limpieza en pan. Y así, en cadena, cada epílogo era, también, el inicio de una sucesión perpetua.
Después de cientos de litros de agua, la presencia invariable de un pensamiento recurrente le fue trastornando la percepción a Rogelio. Ya no esperaba a gastar convenientemente el jabón para pegarlo a otro. Así, llegó a adherir dos jabones nuevos, ambos con el bajorrelieve de la marca intacto. Y no fue suficiente. Sumó un tercero, un cuarto. Enjabonarse resultaba dificultoso y enojoso, pero la previsión era más poderosa. Hizo acopio de más jabones, ahora compraba cajas completas. El gabinete del baño quedó chico, se extendió hacia la despensa, la cocina y el living. Adhería jabones a cada rato, aún sin necesidad de tomar una ducha. Seis jabones, diez, catorce, una bola enorme de jabones. La jabonera fue incapaz de sostenerla. El lugar de esa pelota espumosa fue el piso de la ducha. Más jabones. Piso del baño. Grandes dificultades para entrar y hacer uso de los artefactos. Lavarse los dientes, o apretar el botón terminaba en mucha espuma de tocador. Para bañarse, con un balde con agua caliente mojaba la gran bola y se refregaba abrazándola, al tiempo que seguía pegando jabones por docenas. Y ya no pudo entrar más al baño. Desde la puerta continuaba su tarea de adhesiones.
Tanto empeño había puesto en su previsión, que descuidó paulatinamente el mantenimiento de la casa. El deterioro y la humedad de la gran bola ganaron espacios y cimientos. Rogelio se podía bañar donde quisiese, en la cocina, en el living, menos en el baño porque no entraba. Febrero, mes de copiosas lluvias, goteras por doquier. Hilos jabonosos hacia el piso. Gota tras gota desde el techo. Burbujas, espuma en grandes volúmenes. Rogelio despertó a medianoche por el fuerte estruendo de la tormenta y por cierta dificultad para respirar. La espuma había subido de nivel y ganado la altura de su cama. El viento azotó una ventana y la abrió. La furiosa lluvia marcaba diminutos cráteres en la masa informe de jabón. Espuma fue todo. Rogelio entendió que ese era su fin. De pie, heroico, esperó a que los millones de burbujas lo cubrieran, con una orgullosa sonrisa dibujada en su rostro. ¡Qué felicidad!, morir limpio.

martes, 4 de agosto de 2009

Perdición – predicción
Por Darío Vélez

en un ramaje estaba colgado el estiércol donde reposa el mundo descartable
la espera de un fruto maduro envuelto en vida cae deshecho y de un hedor
que no deja aspirar
¿en qué lugar se mece el color para que los niños vayan en busca de él?
¿dónde se asfixió la ilusión?
¿quién está atrapando la esperanza?
¿por qué está puesta en un cajón?
¿cómo se llama el que la priva de los sueños y las enciende para que se esfume?
¿puede ser el que se queja, el que se cansó?
¿puede ser el corazón que se dominó de incredulidad?
las manos que tocan su rostro sin entender la forma ignorando la pena las nostalgias
las lágrimas que nadie comprende la risa que se pasó de moda la alegría que ya se aburrió la comunicación que ya nos aturde el mirarse a los ojos que creemos que lo hacemos cuando los cerramos la compañía más segura que sigue siendo nuestra soledad
el espejo que ya no miramos resignados a lo que somos con ese miedo de volvernos
a encontrar
con mis uñas rasguño mi rostro mierda qué es lo que veo
qué es lo que veo


Mi yo dentro de una botella
Por Darío Vélez


en esa donde yo no me veía
hoy se absorbe mi vida
ha cambiado mi destino
yo daría cualquier cosa por un trago
o una botella de vino
mi cama son estos cartones
mis frazadas estos diarios
mi techo este puente y a veces me alojo en un hotel
que es debajo de un árbol
me sigue un amigo, desdichado como yo
me besa la mano y a veces la cara
si el supiera que yo aquí no soy nada
son luces esos frutos que me imagino
levanto la botella y se reflejan mi perro y yo
que buen programa, le digo, y salimos los dos
el me ladra yo también le digo salud
mi yo encerrado en esta botella
mi perrito encerrado en mi mundo y nadie puede enseñarle otro
mi fiel amigo mío
mi amada vida líquida en un mundo de cristal
mi botella mi perro y yo
Hábitos
Por Mauco Sosa

Puto el que lee
maleducado el que escupe
imbécil el que ama
El que se quedó parado
y la coneja se le fue con otro
el que se sienta a mediodía
en la mesa de la familia
en el almuerzo de la familia
y deja caer un lamento mudo
para darle gusto a la sopa
Testarudo el que intenta
enfermo el que fuma
torpe el que resbala
el que mira al hombre descalzo
mientras mira el humo de su cigarro
mientras mira la hora
porque se le hace tarde
porque siempre es tarde
el que no llora porque no puede
o nunca le enseñaron
Débil el que se deja aplastar
cobarde el que huye
bienaventurado el que aplasta
loco el que cree
hijo de mil putas el que piensa
el que se acuesta boca abajo
para no ahogarse con las penas
y en lo hondo de la noche
se despierta y vuelve a soñar
y así todas las noches
y así todo el tiempo
el que cuestiona a sus amigos
porque no lo conocen
el que no se conoce
o no tiene amigos
el que está tranquilo
porque le puso alarma al auto
o esquivó la muerte
o los malos ratos
Desdichado el que calla
ignorante el que acepta
puto el que lee


Poema sin valor
Por Mauco Sosa

De qué nos sirve este amor
esta bestia feroz
convenientemente domesticada
permanentemente agonizante
que ya no muerde los barrotes
que ya no lame sus heridas.
Este pozo, este hueco en el pecho
de qué nos sirve
si no hay otro vacío tan grande
con que llenarlo.
Este pájaro ciego
servido a la mesa en nochebuena
que hemos masticado vorazmente
mirándonos a los ojos.
De qué nos sirve este perro callejero
si está rabioso y desnutrido
este pedazo de cielo
este trapo sucio, este espejo roto
este desierto.

De qué nos sirven,
a vos y a mí
estos corazones entumecidos
esa sangre salada
este dolor, esta pena.

Y estas palabras
estas palabras de qué nos sirven
de qué nos sirve este verso
si ya no puede
ni podrá
dejar de llorar.

Trompito
Por Martín Albarracín
Ilustración: Leonardo Peralta

Tengo una sola moneda apretada en mi mano, dentro del bolsillo. Camino y conquisto el ahorro de no ser una sardina pasajera en una lata con ruedas y chofer. Soy un desocupado más, voy imaginándome un destino de alquiler de brazos y mente que me permita asesinar esta hambruna malaria.
Llegando al centro de esta ciudad enóloga, conservadoramente sobria, se para frente a mí. Tiene la cabeza grande, como si miles de pensamientos, de frases, de sentimientos no expresados no hubieran alcanzado a huir de su mente. Un traje esculpido de silencios y de ignorancias le amarga el cuerpo, lleva el suburbio prendido de la solapa; camina y sus pasos tienen la cadencia de un sabio predestinado al ejemplo metafórico de la vida. En su cuello cuelga un collar de billetes de lotería, alhajas de la suerte de las que se desprende por simples bellezas cotidianas.
Me ofrece esa suerte de papel, la moneda me encandila la mano. Se la doy, sin saber por qué, creyendo la promesa que se refleja en su rostro, dejándome la ilusión de sentirme acompañado.
Unos metros más allá, un niño que acaricia la muerte, me pide la poca bondad que me quede; pero ya no tengo nada, sólo mi suerte arrugada en mi mano transpirada. Está haciendo frío, tiene tatuajes de palomas y mariposas hechos de mugre en la piel, unas sandalias de barro que dejan ver sus pies ennegrecidos de mugre y soledad; me mira, una nube caprichosa dura intervalos de ternura y se suicida cuando parpadea entre sus pestañas, en su mano izquierda, una bolsita con luminosas polillas amarillas lo lleva a países de ensueño donde el hambre no ocupa ningún lugar en los estómagos de los niños; en su cabeza, liendres y piojos juegan a la escondida, la que él nunca podrá jugar. Se escucha a lo lejos, perdido, irradiando desvelo y con sarcástica paciencia “ no es lo mismo el otoño en Mendoza, hay que andar con el alma hecha un niño”.
Doy vueltas sin sentido, en este lugar donde ya nadie quiere mirarse a los ojos. Me siento perdido, me vuelvo a cruzar con el vendedor de la suerte, cargando su racimo de fortuna a cuestas, a su lado , el niño. De pronto, de los árboles, baja una armonía sin tiempo y docenas de flores de Jacarandá se arrojan al silbido del viento; el las mira derramarse acompasadas en el sonido rítmico de un corazón violáceo, y comienza a bailar con ellas. Una pena solitaria ronroneando en sus oídos, loco trompo danzarín de sinfonías dulces y sin oprobio.
El niño también escucha esa melodía, y corre a bailar a su alrededor. Bailan los dos acuartelados en la belleza de sus pasos, en el eterno sonido que estremece sus tímpanos.
Yo escucho también esa música, y deseo tirarme en el abismo de esa magia, pero la cordura imbécil de mi razón me impide cruzar esa frontera. Me quedo observándolos, los miro, los admiro, estoy colgado en el árbol de su ilusión.
La música se diluye de a poco, una bandada de gorriones con el cielo encendido en sus plumas se la lleva pegada en sus alas. Se detienen, un aroma de orfandad nos puebla los sentidos.
Él continúa caminando, como si nada, en el estrépito tortuoso de una ciudad envanecida de una gloria inexistente.
El niño se sienta, con su mano extendida nuevamente al amor, ya tantos años de cuidarlo en las esquinas, de encontrarlo perdido. Le doy mi papel de la suerte y me quedo a su lado, en silencio, sin saber qué decir ni qué hacer; mirando como lentamente, con sus cansinos pasos, se aleja el hombre, ése que se atreve a bailar sinfonías en las narices de las puertas de la muerte, el trompito bailarín de los pasos que todavía no se dan por vencidos.

Literatura Abierta

No sea tímido, haga como Erica o Alejandro y envíe lo que quiera palabrarevista@gmail.com

Amarillo

Por Erica Tanquilevich

Salió de su casa en busca de algo bueno, algo como una pared amarilla o un pajarito amarillo, aunque sea muerto. Caminó unos pasos y en la esquina vio a una mujer, quería encontrarse con ella. Le preguntó el nombre esperando tener algún tema de conversación.
-María- y siguió de largo. Él se quedó parado y se dio cuenta que eso era algo bueno. Caminó una cuadra más y volvió a su casa satisfecho por ese encuentro.
Esa noche soñó con esa mujer diciendo ese nombre y soñó lo bien que le quedaba.
Al otro día esperaba encontrarse con algo bueno, como una María. Salió de su casa, caminó unas cuadras y pisó una rama seca. El sonido verde que desprendió le recordó el sonido amarillo de María y pensó que el ruido amarillo de María también le quedaba bien a la rama; pensó que era algo bueno. Entonces volvió a su casa y se durmió y soñó que pisaba una María de ruido amarillo o que encontraba una rama llamada verde y soñó lo bueno que era.
Se despertó al día siguiente y salió a buscar esa María con ruido amarillo o esa rama llamada verde. No alcanzó a cerrar la puerta y un hombre le tocó la espalda:
-Buenos días- era una voz azul la que lo saludaba y un sobre blanco el que instantes después estaba en sus manos. No alcanzó a decir nada y el hombre se despidió. Y otra vez el color azul le tiñó los oídos y eso era bueno. Entonces no salió, volvió a entrar a su casa y abrió el sobre blanco. La tinta era roja y el sonido de su voz al leer también. Recordó que él se había escrito esa carta la semana anterior, cuando estaba solo y tenía sólo el papel blanco y la tinta roja, pero ya no la necesitaba, ahora tenía el amarillo María, la rama verde y la voz azul. Entonces rompió la carta y la tiró y no salió, ya no más, ya había visto el mundo, entonces cerró la puerta con llave y la tiró hacia fuera con un ruido amarillo, corrió la cortina azul y se acostó en su cama verde, a soñar verde y no salir más.

Los intelectuales
o la superficialidad como método
Por Alejandro Crimi

La muerte de los últimos setentistas (asesinados algunos, suicidados otros), la excesiva transparencia de los ochentistas y la nada absoluta de los noventa, nos ha legado una nueva deformación de las ideas: el intelectualoide. Intentaremos, a continuación, precisar algunos aspectos de la creatura.
Como primera medida es prudente aclarar que perversiones del pensamiento siempre hubo, pero, hasta ahora, nunca habían logrado tanto éxito. El motivo de la catástrofe tiene, seguramente, mucho que ver con la desaparición de los intelectuales. ¿Dónde están hoy esos gloriosos espadachines de la pluma y la palabra?, ¿qué oscuro sortilegio los convirtió en docentes universitarios y periodistas?, ¿vendrán nuevos tiempos donde los pensadores no se pasen la vida conservando tristes espacios de poder? Estos son sólo algunos de los interrogantes que inquietan a miles de lectores argentinos, muchos de los cuales, desolados y aburridos, ya han comenzado a transformarse en televidentes.
Pero vayamos al grano (que a esta altura es forúnculo). Un intelectualoide queda definido por un conjunto de actitudes y habilidades. A saber:
1- Cuidan su imagen. Aman el buen vestir, gastan los espejos y saben sostener una mirada altiva.
2- Poseen una habilidad innata para leer las contratapas de los libros y sus solapas. También son talentosos en la lectura de titulares, obituarios, clasificados y gacetillas.
3- Creen que los demás les creen.
4- Son grandes presentadores de libros. Su dialéctica solipsista unida al uso suspicaz de la palabra produce en los espectadores un efecto arrollador.
5- No queda duda de que son verdaderos maestros en el arte de la cita. Hay quienes afirman que un intelectualoide avezado puede llegar a estar más de cuatro horas y media citando autores que nunca leyó.
6- Les encanta plagiar.
7- El éxito los obnubila.
8- Son tiernos pero bastante boludos.
Con respecto a los mitos que tejen las voces populares sobre el intelectualoide, hay algunos muy poco exactos: ¡No es correcto que el intelectualoide chupe sangre! Es una infamia. Si bien es cierto que son vagos y que la mayoría vive parasitando al prójimo, no se les puede achacar la acción física de succionar hemoglobina. Si bien es real que son mantenidos hasta altas horas de la vida, es un disparate pensar que descienden de los quirópteros.
A esta altura de la nota, el estimado lector se estará preguntando: "¿Qué hago, entonces, ante la presencia de un intelectualoide?
" No se alarme. Llame inmediatamente a los teléfonos (0261) 4511417 - 4511418 - 4511410 y pida asesoramiento profesional.



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lunes, 3 de agosto de 2009

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