lunes, 17 de agosto de 2009

NÚMERO DOS


No nos crean nada. No confíen en nosotros. No nos inventen adjetivos que nos queden grandes. No le crean a esta revista. Mejor aún, ni siquiera nos lean. Sospechen siempre, desde la primera a la última letra. Sobretodo, desconfíen del título. Repelan nuestro nombre: “Palabra”.
Porque las palabras sirven para mentir. Ocultan las cosas, nos marcan distancia con respecto al mundo. Nombrando, le dan identificación y pasaporte a todo y después que uno se las arregle para exiliarse de cualquier tipo de compromiso. Las palabras enamoran primero, después engañan. Ponen a lo que desconocen en el banquillo de los reos y lo señalan con el dedo para que todos creamos sus falsas sospechas. Mandan al frente a lo que no pueden abarcar para que sea fusilado en la primer línea. Y lo poco que pueden llegar a saber, es producto de la más vil traición a ellas mismas. Ponen el dedo sobre los objetos y mandan. Indican todo el tiempo qué pensar y cómo hacerlo. Son fallados manuales de instrucciones para reducir el universo a un diccionario y a sus ecuaciones falaces. Legislando, crean un aceitado sistema de la nada.
Van con cajas pre-etiquetadas por el mundo, guardando todo lo que encuentran en ellas, clasificándolo todo. Lo que usted siente, tiene, vive, disfruta, llora, desea, dice; en fin, todo lo que usted es, está perfectamente catalogado y encerrado en alguna cajita ideada y diseñada para eludirse.
Las palabras sustantivizan, adjetivizan, verbalizan. Las palabras matan, porque se empeñan en dispararnos las balas de sus falsos significados o nos entierran las dagas de su sintaxis. Matan lo que nombren y a quien las nombre. Siembran aire y orgullosas cosechan un árbol de hojas secas y frutos huecos.
Estiramos la lengua y sólo saboreamos un fonema agrio. Frente a la cabeza, nos ponen una zanahoria que no podemos tocar, pero creemos que está cerca. Hacen de todo un mito inaccesible. Su sonido nos despierta taladrando la realidad de aquel sueño que tuvimos.
Las palabras prostituyen nuestra relación con lo que nos rodea. Son fantasmas que, asustándonos, pretenden protegernos de nuestros propios miedos. Sirven para evitar cualquier tipo de compromiso profundo con todo, hasta con nosotros mismos.
Las palabras hablan de otras palabras. Se embrutecen llenándose la boca con el gusto agusanado de otras palabras, practicando el más vicioso (y civilizado) canibalismo. Generan un círculo vicioso que les permite construir un gigantesco castillo de cristal sobre cimientos de barro.
Venimos, renovados, a destruir ese castillo de cristal; caeremos al barro podrido de sus cimientos. En él nos revolcaremos con nuestras mentiras. Enlodados, crearemos nuestras propias palabras. Palabras que no mientan. Palabras que no nos prostituyan. Pero si pretendemos eliminarlas, estaremos asumiendo el duro compromiso de aprender todo de nuevo, tratando de llegar a lo esencial. Por lo pronto, confiamos en que nuestra palabra, llegue hasta sus manos. Ya sería un gran paso.
No podemos evitar la culpa. Hace mucho le dimos nuestra palabra. No sabíamos en lo que nos metíamos. Tardamos más que suficiente en darnos cuenta de todo esto y ahora, lo mínimo que nos corresponde, es ofrecer nuestras disculpas. De la mejor forma que podamos hacerlo.
Quedaremos satisfechos si acepta la propuesta. Después, si todo sale bien, usted vendrá, nos ofrecerá su mano para sacarnos del pantano y, con suerte, hasta vuelve a creer en estas palabras. Al fin y al cabo, son tan nuestras como suyas.

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