domingo, 16 de agosto de 2009

Choripán


Por Fernando Álvarez
Ilustración: Germán Álvarez

Hace años ya que aquello sucedió. En un carrito bar encontré trabajo de mozo.
Allí me harte de choripan, y de soledad. Allí, también, conocí a la gente que vive en la noche, borrachos, asesinos, locos.
Casi como un juego a vender cosas por la calle, y cuando quise ver, era un vendedor consumado, que giraba las calles en su bicicleta. Así fue como desemboque en ese rincón escondido del mundo. El carrito bar, se resumía, a una casucha muy chica a la orilla del zanjón de los ciruelos, casi rodeada por un basural.
La mujer del dueño, me tomó cariño desde el primer momento, me dieron una changa para alisar los escombros de la orilla del carrito y al otro día me ofrecieron trabajo como mozo. La mujer enfermó o ya estaba enferma y empeoró, lo cierto es que no la vi más, y a partir de allí el marido mostró su perfil, más definido de viejo avaro y ruin. Allí conocí a alguna gente. Por ejemplo, un panadero porteño al que yo todas las noches iba a comprarle el pan. Como por las tres o cuatro de la mañana venía y se instalaba en una silla y se ponía a leer algún libro, un día se me ocurrió preguntarle que leía, me dijo que era sobre la Anarquía. Le pregunté qué era eso, y me dio una larga charla sobre la libertad. Cada vez que venía, charlaba con él, me contó sobre el gremio de los panaderos, los inicios del anarquismo en la argentina, Severino di Giovanni, era un tipo tranquilo, que siempre estaba solo. Nunca le pregunte nada sobre su vida, ni el tampoco me contó, sólo me quedó grabada su tristeza y su seriedad.
Otro cliente asiduo era un ex policía que tenía una empresa de seguridad, donde trabajaba nadie más que él, era un viejo borracho, que cuidaba la mansión de la esquina, tenía un auto viejo donde dormía la resaca y a medida que hablaba y tomaba comenzaba a sacar el revólver y ponerlo a la vista. Siempre terminaba, gritando y diciendo incoherencias, hasta que finalmente nadie lo escuchaba.
Otro, era el vecino, un tipo muy delgado de unos 60 años, el tipo había estado en alcohólicos anónimos y había tenido cirrosis, todos los días venía y contaba la historia de su larga recuperación, era un tipo desequilibrado. Tenía un loro que era su única compañía, esto le había generado un pavor crónico a que algún gato se lo matará, todos los días preparaba albóndigas con vidrio molido y las regaba por su patio, incluso un día salió a la vereda, con un gato en la mano, lo sostuvo por el cuello sobre la acequia y le descerrajó tres tiros sobre la cabeza, uno de los tiros le dio en un dedo. Luego de unos meses volvió a aparecer por el boliche, como si nada hubiera pasado.
Cuando llegaban las cinco de la mañana terminábamos unidos por nuestra soledad y melancolía. El dueño, mirando las mesas vacías, yo adivinando las sombras debajo del puente, el anarquista mirando el zanjón, el ex policía mirando la mansión, el vecino las copas de los árboles. Siempre era así, noche tras noche. La tristeza ahogaba todo a las cinco de la mañana, cada uno con la mirada vacía. Una vez una niña tiró un bebé, debajo del puente, al lado nuestro. Nadie vio nada. Vino la policía, los vecinos. ¿Cómo puede ser que no hayan visto nada?. A partir de allí el vecino decía escuchar llantos debajo del puente. Fue el principio del fin. Al poco tiempo, el ex policía se dispara en la cabeza adentro de su auto. Fue al amanecer cuando ya habíamos cerrado. Volvieron los policías, los mismos que comían choripanes gratis. El anarquista dejó de venir, nadie preguntó por él. El viejo ni siquiera ese día me mandó a averiguar que pasaba en la panadería, simplemente compró el pan en otro lado, el vecino venía temprano y se iba temprano, aunque no decía nada miraba nerviosamente debajo del puente. Un buen día me descompuse, un ataque de hígado por tanto choripan. Cuando volví a la semana, las topadoras, volteaban lo último que quedaba de la casucha, finalmente iban a abrir la calle. Nadie me supo decir que fue del viejo, el vecino desvariaba.
En pocos días no quedó casi nada del boliche más triste que existió. Solo perduraron, por un tiempo, debajo del puente, cáscaras de pan, algodones con sangre y los demás vestigios de aquel amor, que era lo único que nos ataba a la vida, en aquel pozo de muerte y soledad.

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