domingo, 16 de agosto de 2009

Palmolive


Por Garbiel Diez
Ilustración: Mauco Sosa


Rogelio volvió del mercado de vender una naranja, entró en su casa, puso las tres llaves y los dos pasadores a la puerta. Le gustaba sentirse protegido, no quería que ninguna contingencia lo sorprendiese. Muchas situaciones e incluso enfermedades se podían prevenir. Cada día se tornaba más precavido, y eso le sentaba bien, experimentaba una sensación de seguridad y de que todo estaba bajo control.
Como venía de la calle, se preparó para ducharse. Tenía ropa impecable y planchada con pulcritud. Años de colegio militar no habían sido en vano para su formación, pensó orgulloso. Jabón, ¿tenía jabón de tocador? Fue urgente a revisar el gabinete del baño. Abrió ambas puertitas con gran suspenso. Sonrió soberbio. Estaba todo en orden, a él no se le escapaba ningún detalle, jamás lo pescarían desprovisto: 36 jabones de repuesto, 36, su número, 3 veces 12, perfecto.
Abrió la ducha, se desvistió, colocó su ropa aún no sucia en un canasto que había desinfectado esa misma mañana. Entró, corrió la cortina, probó la temperatura del agua: 43º C, ¡bien!, igual que siempre, comprobó el jabón, estaba nuevo. ¡Qué felicidad!, cada cosa en su lugar y en perfecto estado. Se dedicó a borrar la marca del jabón grabada en bajorrelieve, frotándola contra su cuerpo. Al terminar de bañarse, el bajorrelieve ya no estaba, la marca había desaparecido, se había gastado en espuma. Se sobresaltó. Tengo que traer otro jabón, se dijo. No voy a esperar a que se gaste más, porque si se pone muy delgado no lo voy a poder agarrar para enjabonarme y esos restos de jabón no me gusta tirarlos, es un desperdicio.
Rogelio venía desarrollando una técnica propia de aprovechamiento óptimo de los restos de jabón. Cuando ya se ponía chatito, pronto a quebrarse, él lo adhería a uno nuevo, quedaban las dos partes unidas y de ese modo usaba hasta el último gramo de limpieza en pan. Y así, en cadena, cada epílogo era, también, el inicio de una sucesión perpetua.
Después de cientos de litros de agua, la presencia invariable de un pensamiento recurrente le fue trastornando la percepción a Rogelio. Ya no esperaba a gastar convenientemente el jabón para pegarlo a otro. Así, llegó a adherir dos jabones nuevos, ambos con el bajorrelieve de la marca intacto. Y no fue suficiente. Sumó un tercero, un cuarto. Enjabonarse resultaba dificultoso y enojoso, pero la previsión era más poderosa. Hizo acopio de más jabones, ahora compraba cajas completas. El gabinete del baño quedó chico, se extendió hacia la despensa, la cocina y el living. Adhería jabones a cada rato, aún sin necesidad de tomar una ducha. Seis jabones, diez, catorce, una bola enorme de jabones. La jabonera fue incapaz de sostenerla. El lugar de esa pelota espumosa fue el piso de la ducha. Más jabones. Piso del baño. Grandes dificultades para entrar y hacer uso de los artefactos. Lavarse los dientes, o apretar el botón terminaba en mucha espuma de tocador. Para bañarse, con un balde con agua caliente mojaba la gran bola y se refregaba abrazándola, al tiempo que seguía pegando jabones por docenas. Y ya no pudo entrar más al baño. Desde la puerta continuaba su tarea de adhesiones.
Tanto empeño había puesto en su previsión, que descuidó paulatinamente el mantenimiento de la casa. El deterioro y la humedad de la gran bola ganaron espacios y cimientos. Rogelio se podía bañar donde quisiese, en la cocina, en el living, menos en el baño porque no entraba. Febrero, mes de copiosas lluvias, goteras por doquier. Hilos jabonosos hacia el piso. Gota tras gota desde el techo. Burbujas, espuma en grandes volúmenes. Rogelio despertó a medianoche por el fuerte estruendo de la tormenta y por cierta dificultad para respirar. La espuma había subido de nivel y ganado la altura de su cama. El viento azotó una ventana y la abrió. La furiosa lluvia marcaba diminutos cráteres en la masa informe de jabón. Espuma fue todo. Rogelio entendió que ese era su fin. De pie, heroico, esperó a que los millones de burbujas lo cubrieran, con una orgullosa sonrisa dibujada en su rostro. ¡Qué felicidad!, morir limpio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario