martes, 4 de agosto de 2009


Trompito
Por Martín Albarracín
Ilustración: Leonardo Peralta

Tengo una sola moneda apretada en mi mano, dentro del bolsillo. Camino y conquisto el ahorro de no ser una sardina pasajera en una lata con ruedas y chofer. Soy un desocupado más, voy imaginándome un destino de alquiler de brazos y mente que me permita asesinar esta hambruna malaria.
Llegando al centro de esta ciudad enóloga, conservadoramente sobria, se para frente a mí. Tiene la cabeza grande, como si miles de pensamientos, de frases, de sentimientos no expresados no hubieran alcanzado a huir de su mente. Un traje esculpido de silencios y de ignorancias le amarga el cuerpo, lleva el suburbio prendido de la solapa; camina y sus pasos tienen la cadencia de un sabio predestinado al ejemplo metafórico de la vida. En su cuello cuelga un collar de billetes de lotería, alhajas de la suerte de las que se desprende por simples bellezas cotidianas.
Me ofrece esa suerte de papel, la moneda me encandila la mano. Se la doy, sin saber por qué, creyendo la promesa que se refleja en su rostro, dejándome la ilusión de sentirme acompañado.
Unos metros más allá, un niño que acaricia la muerte, me pide la poca bondad que me quede; pero ya no tengo nada, sólo mi suerte arrugada en mi mano transpirada. Está haciendo frío, tiene tatuajes de palomas y mariposas hechos de mugre en la piel, unas sandalias de barro que dejan ver sus pies ennegrecidos de mugre y soledad; me mira, una nube caprichosa dura intervalos de ternura y se suicida cuando parpadea entre sus pestañas, en su mano izquierda, una bolsita con luminosas polillas amarillas lo lleva a países de ensueño donde el hambre no ocupa ningún lugar en los estómagos de los niños; en su cabeza, liendres y piojos juegan a la escondida, la que él nunca podrá jugar. Se escucha a lo lejos, perdido, irradiando desvelo y con sarcástica paciencia “ no es lo mismo el otoño en Mendoza, hay que andar con el alma hecha un niño”.
Doy vueltas sin sentido, en este lugar donde ya nadie quiere mirarse a los ojos. Me siento perdido, me vuelvo a cruzar con el vendedor de la suerte, cargando su racimo de fortuna a cuestas, a su lado , el niño. De pronto, de los árboles, baja una armonía sin tiempo y docenas de flores de Jacarandá se arrojan al silbido del viento; el las mira derramarse acompasadas en el sonido rítmico de un corazón violáceo, y comienza a bailar con ellas. Una pena solitaria ronroneando en sus oídos, loco trompo danzarín de sinfonías dulces y sin oprobio.
El niño también escucha esa melodía, y corre a bailar a su alrededor. Bailan los dos acuartelados en la belleza de sus pasos, en el eterno sonido que estremece sus tímpanos.
Yo escucho también esa música, y deseo tirarme en el abismo de esa magia, pero la cordura imbécil de mi razón me impide cruzar esa frontera. Me quedo observándolos, los miro, los admiro, estoy colgado en el árbol de su ilusión.
La música se diluye de a poco, una bandada de gorriones con el cielo encendido en sus plumas se la lleva pegada en sus alas. Se detienen, un aroma de orfandad nos puebla los sentidos.
Él continúa caminando, como si nada, en el estrépito tortuoso de una ciudad envanecida de una gloria inexistente.
El niño se sienta, con su mano extendida nuevamente al amor, ya tantos años de cuidarlo en las esquinas, de encontrarlo perdido. Le doy mi papel de la suerte y me quedo a su lado, en silencio, sin saber qué decir ni qué hacer; mirando como lentamente, con sus cansinos pasos, se aleja el hombre, ése que se atreve a bailar sinfonías en las narices de las puertas de la muerte, el trompito bailarín de los pasos que todavía no se dan por vencidos.

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