Por Javier Piccolo
Confieso que se hizo cuesta arriba. Que la cosa se fue empinando, que los derrapes parecían interminables y que a veces con el ripio caían mis mejores intenciones y ninguna idea. Pienso que se debe al lugar donde me paro para escribir, siempre en la nebulosa inestable de mi subjetividad, con las seguridades bamboleantes pero sabiendo aferrarme a alguna inútil utopía. “Nada os pertenece en propiedad más que vuestros sueños”, según Nietzche. Y sin tener ningún escribano que me lo certifique con todas-las-de-la-ley, aquí está mi escritura.
El asado que hubiera querido hacer está difícil. Cada vez que enciendo el fosforito siempre hay alguien que lo sopla. No importa: tengo una caja llena de fósforos y así, como va saliendo, quito cartones a oscuras y voy haciendo el fuego.
El fuego
El asado, se sabe, lo hace una persona. Lo fundamental para quien esté al lado del asador son dos cosas: mantener la charla y el vaso lleno. El Negro puede cumplir sobradamente. “Yo defiendo el ocio no creativo”, decía, “hablar al pedo”, como en la Mesa de los Galanes. Quizás con otros escritores la cosa sería distinta. No me gustaría, por ejemplo, tener a Arlt con un cuchillo cerca. A Cortázar preferiría invitarlo a la hora del café. Me imagino a Marechal destilando su prosa lírica al segundo tinto, pero un tanto denso al tercero. En cambio Fontanarrosa es perfecto para el asado. Para cagarse de risa hablando de fútbol o de minas. O de cualquier boludez. Desde ahí, a cualquier lugar se puede llegar. “Lo obvio nos matará”, dicen. Juguemos entonces con lo obvio, hasta llegar a la médula.
Quienes se desgarran las vestiduras y se llenan la boca con esa quimera que es la sencillez, dicen que es un punto de llegada, no un punto de partida. Ese tránsito, en el que perecemos muchos, parece inexistente en Fontanarrosa, un camino que no le hacía falta transitar porque ya estaba ahí. Desde rechazar un trabajo en una agencia publicitaria (“no creo que se pueda vender algo a alguien que no lo necesita”), hasta trabajar para todo el país desde Rosario, su Rosario, evitando la meca que representa Buenos Aires para cualquier artista. Todas estas cosas, pareciera, le resultaban naturales, no hacía manifiestos ni se disfrazaba de héroe. Le salía así, era su forma de vivir.
Rosario es un personaje principal en cualquier futura biografía (seguro vendrán). Decía: “Es una ciudad como tantas, pero para mi gusto es muy vivible. […] Yo no sé si Rosario produce culturalmente tanto como a veces se percibe desde afuera, pero las veces que me preguntan sobre el movimiento cultural yo, medio en joda medio en serio, digo que en Rosario no hay otra cosa para hacer. […] La oferta es a nivel humano. O bien las minas. ¡Las minas! Ese es un dato ostensible”.
Y de fútbol ni hablar. Si hubieran sido más habilidosos con una pelota Soriano, Sasturain y Fontanarrosa, la literatura argentina se hubiera perdido de grandes textos. Demostraron haciendo, que el fútbol o las minas podían ser tema de los mejores cuentos, temas que hasta que aparecieron ellos estaban marginados por esa “Gran Cultura” de anquilosados libracos y tertulias snobistas.
Pero cortemos, ya hay brasas.
La carne al asador
En cierta forma envidio a los tipos que escriben como parados en otro lugar, como desde lejos, abstraídos. Son los que casi siempre terminan ganando jugosos premios. Fontanarrosa no lo hacía: no andaba con vueltas, no tomaba distancia. Se paraba justo ahí, estaba en el medio de todo, contando una anécdota, alguna historia que merecía ser transmitida. Tal vez sabía que desde el caracú de la literatura es de donde salen las palabras exactas.
En el universo literario del Negro todo parece estar al alcance de la mano. Nos muestra un mundo ya conocido o nos lo hace conocer. “Voy a hablar del fútbol que viví”, dice en “No te vayas campeón”. Ahí empieza el escarbe, el giro para que la historia amerite el relato. Cuenta aquella histórica semifinal Central-Newells, su vieja pidiendo marcar a Bochini, el Estudiantes de Zubeldía que en la Libertadores parecía Bruce Lee y la pesadilla recurrente de su amigo que sueña que por una mala decisión del Negro González, Poy no la mete aquel 19 de diciembre de 1971. Y se despierta traspirado.
Habla de la chica más linda del barrio o de las cualidades de las narigonas. O sino nos cambia el panorama y nos pone en Medio Oriente acompañando a Best Seller o en la selva latinoamericana con el Discípulo. Charla. Siempre está charlando. “Cuando se lo cuente a los muchachos” sirve como claro ejemplo. La importancia de tener algo para contar, que valga la pena. “Los argentinos somos eyaculadores precoces, porque queremos terminar rápido para ir a contarle a los amigos que estuvimos con una mina”.
Todo está al servicio de la comunicación directa. Incluso el dibujo. Una sola línea es toda la Pampa y los muertos de Boogie ensucian con sangre paredes que no están. Y a pesar de esto, nada es lineal, hace brotar a la maravilla a partir de lo mínimo. Alguien elogió el simbolismo del horizonte vacío en Inodoro Pereyra. El Negro respondió que lo dibujaba así porque era menos trabajo. Y su genialidad es ancha como aquella pampa infinita. Resulta, para mí, que Inodoro Pereyra es una historieta reflexiva. Reflexiva porque vuelve sobre sí misma; es decir, Fontanarrosa hace a Inodoro y uno lo disfruta sentado en el título; además porque el inodoro es fundamental para reflexionar.
Pongan la mesa, que el asado está.
¿Jugoso o cocido?
Cada cuadrito un chiste fue una premisa que siempre respetó. De ahí quizás las inolvidables frases de sus historietas. “La Eulogia quiere probar la belleza por el absurdo”, “Vago no, quizá algo tímido para el esjuerzo”, “Tú no eres malo Boogie, la sociedad te ha hecho así”. Los globitos de diálogo están recibiendo aire fresco constantemente y no revientan.
Sin dudas, su forma de ser (y de hacer), dio sus frutos. El afecto del público, la admiración de los pares, el guiño de la crítica son cosas que no se consiguen fácilmente. Conjugó, con naturalidad, cada una de estas variables. Memorable cuando llegó del Hay Festival, donde fue premiado con la máxima distinción y en la calle estaba Rosario todo vitoreándolo (“me emocioné con la recepción, pero quebré cuando la vi a mi vieja entre la multitud”). Fantástico cuando Pérez Reverte lo propuso como candidato al casi aristocrático Premio Cervantes. Supremo cuando puso al alcance de todos ese claustro lejano que llaman Congreso de la Lengua Española.
Las consiguió a todas y no tuvo que vender(se) nada a cambio. En este infierno donde todos somos inquisidores alimentando hogueras, no he escuchado a nadie hablar mal del Negro. “Tenía más amigos que penas”, dice Karina Micheletto. Si algo vale, es eso.
Un aplauso para el asador, entonces.
Sobremesa
Hasta para hablar de la enfermedad que lo fue postrando fue sencillo. Lo dijo abiertamente por un programa de televisión, le quitó tabúes. El diagnóstico dictó esclerosis lateral amiotrófica, hizo lo posible por zafar; el pronóstico siempre negativo. Poco importaba, el 18 de julio de 2.007 estuvo compartiendo con los amigos, mientras la muerte preguntaba por él. Nunca provocó ese patetismo que llamamos lástima.
Es casi un lugar común citarlo, pero Fontanarrosa decía “No me interesa demasiado la definición que se haga de mí. No aspiro al Nobel de Literatura. Yo me doy por bien pagado cuando alguien se acerca y me dice: ‘me cagué de risa con tu libro’”.
¿Cómo carajo no quererlo? ¿Cómo guardarme esa lágrima que me saltó el 19 de julio, frente al televisor? ¿Qué me llena el estómago si ya comí el asado? ¿Dónde mierda pongo la carne que sobró, para que lo espere?
Dicen que la muerte siempre es caprichosa, siempre es egoísta. Y que siempre se siente sola. Vino a buscarlo y se lo llevó, quizás porque quería que el Negro la hiciera cagar de risa a ella también.
Negro, espero que te haya gustado el asado. Hasta la próxima.
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